Después de todo, una mente consciente, incorpórea, capaz de mantener presentes vivencias producto de millones de años vagando por la Tierra, podía ser que comenzara a apreciar los cortísimos períodos de sueño de los organismos que ocupaba. Y había justamente descubierto un sitio donde podía darse el lujo de “apagar” su conciencia durante un rato. Un sitio con una gran veta de cobre. Tal vez la distorsión de los campos geomagnéticos que originaba la enorme masa de cobre subterráneo le incomodaba menos para el descanso. La verdad era que se sentía tan a gusto que, concentrándose lo más que pudo en un limitado espacio físico, lo que jamás había hecho, se quedó ahí. Ya en su viaje por el cosmos había visto el mismo fenómeno millones y millones de veces y sabía el efecto que eso producía en los planetas en donde ocurría. Destrucción total asegurada. Y mientras tanto, en la superficie de la tierra llegaba el gran invierno, luego del cataclismo cósmico que barrería con las especies que habían dominado la superficie del planeta. Había percibido el enorme impacto del meteorito con el mismo interés que un humano tendría si una lámpara se hubiera encendido durante unos segundos en una habitación iluminada. Y se había dispuesto a realizar luego de ello, una actividad análoga a una siesta humana.
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