Pululaban por la faz de la tierra, jugueteando a su vez con la capacidad de incorporarse a los cuerpos de los seres que conseguían en su vagar, desde los primeros microorganismos hasta que aparecieron los primates. Con tanto tiempo y objetivos para practicar, ya no les sería difícil entrar a los cuerpos de éstos. Pero al tratar, se dieron cuenta de que se encontraron con una resistencia sorprendente. Los pequeños simios estaban fuertemente aferrados a sus cuerpos. Y habían adoptado la fastidiosa costumbre de desaparecerse cuando se concentraba cerca alguno de los seres, reuniendo su poder y voluntad, buscando el punto de entrada en el organismo. Y aquí es donde ocurrió algo interesante. Con el tiempo se dieron cuenta de que era mucho más fácil hacerlo cuando estaban dormidos. Una vez dentro, las necesidades físicas del cuerpo que ocupaban se hacían más patentes. Pero como podían desembarazarse de él como un humano hace con una prenda de vestir, simplemente se adaptaban, y se fueron acomodando a un nuevo tipo de relación. Ya no se sentían flotando en una niebla tenue, en la que no existía día ni noche, y en la que veían todo con visión monocromática, a menos que se concentraran lo suficiente como para poder detallar las diferentes longitudes de onda que originan los colores. Al principio se sintieron pesados, lentos y torpes. Una vez que fueron estudiando los componentes del organismo, pudieron intervenir inconscientemente en su evolución. El resultado fue un continuo devenir de especies mucho más agresivas y fuertes. El resto de las otras especies, alguna de las cuales también estaba sujeta a ser posesionada por otras entidades de la misma especie, se vio obligada a desarrollar habilidades sociales para poder defenderse, y entre otras cosas, siguiendo el ejemplo de sus entidades “hermanas”, cerebros más grandes, y multitud de diversos dispositivos orgánicos de defensa: músculos cada vez más fuertes, tamaño, veneno, tentáculos, olores nauseabundos, garras.
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